Hacía rato
que José se paseaba de un lado al otro de la casa sin dejar de mirar el reloj.
Eran las 12 de la noche, su hija aún no había regresado y su angustia aumentaba
por momentos.
De repente,
se abrió la puerta y apareció ella, con sus ojos anegados en lágrimas. José la
miró y, adelantándose hacia ella, la apretó fuerte y amorosamente contra su
pecho, sin decirle nada. Las preguntas vendrían después, él sabía que cualquier cosa que pudiera decir en
aquel momento podría ser contraproducente…
Pero no hizo
falta, la joven empezó a hablar con su padre, quejándose entre sollozo y
sollozo acerca de su vida y de los obstáculos que incomprensiblemente le
surgían al paso y de lo difícil que era para ella alcanzar las metas que se
fijaba, por más que se había preparado: finalmente, habían desechado su
solicitud para aquel puesto de trabajo…
José la escuchaba atentamente y la dejaba hablar,
reteniendo en su memoria todo cuanto ella decía, para ayudarla en el momento
oportuno, que él sabía que no era aquél; volcando en ella, eso sí, toda su
ternura, porque sabía de la importancia que supone el poder desahogar el
corazón de todo cuanto le oprime para poder empezar a buscar soluciones…
Eran cerca
de la una de la madrugada cuando se retiraron cada uno a su dormitorio.
Pero pasaban las horas y José seguía sin poder conciliar el sueño, porque en su pensamiento se repetía una y otra vez una de las frases que había dicho su hija: «Ya no sé que hacer papá, en ocasiones me siento que voy a desfallecer, me siento con deseos de renunciar a todo, a veces incluso hasta a la propia vida. Me siento cansada de luchar. Cuando un problema se resuelve, otro nuevo surge...»
Pero pasaban las horas y José seguía sin poder conciliar el sueño, porque en su pensamiento se repetía una y otra vez una de las frases que había dicho su hija: «Ya no sé que hacer papá, en ocasiones me siento que voy a desfallecer, me siento con deseos de renunciar a todo, a veces incluso hasta a la propia vida. Me siento cansada de luchar. Cuando un problema se resuelve, otro nuevo surge...»
Hasta que,
finalmente, vio cómo podía ayudar a su hija, pero de una manera práctica, y la
solución se la ofrecía su mismo trabajo.
José tenía
un pequeño restaurante en el cual hacía de cocinero. Así es que, mientras
desayunaban, le dijo a su hija:
—Hoy me
acompañarás y me ayudarás en la cocina.
Al llegar al
restaurante ambos se pusieron dos delantales, y el padre llenó tres cazuelas
pequeñas con agua y las puso a calentar al fuego, mientras le decía a su hija
que no se moviese de su lado y estuviese atenta. Cuando el agua comenzó a
hervir, el hombre colocó dentro de la primera zanahorias, dentro de la segunda
huevos y, dentro de la tercera, granos de café. Los ingredientes quedaron así
cocinándose por varios minutos, mientras que la impaciente hija se preguntaba
cuál era el significado de todo aquello…
Al cabo de
veinte minutos el padre apagó los hornillos. Sacó una zanahoria de la cazuela y
la colocó en un bol; hizo lo mismo con un huevo y, finalmente, tomó una tacita
y la llenó de café.
Dirigiéndose
a su hija, le preguntó:
—¿Hija, que
ves?
—Veo una
zanahoria, un huevo y café. —le
respondió ella, asombradísima ante aquella pregunta.
Entonces
José le pidió a su hija que alargara la mano y tocara la zanahoria. Al hacerlo
notó que la zanahoria estaba blanda y suave. A continuación le pidió que tomara
el huevo y lo rompiera. Al quitarle la cáscara al huevo encontró que el
interior del mismo se había endurecido. Y, por último, le pidió que probara el
café. Y ella así lo hizo, deleitándose con su exquisito sabor y su rico aroma.
Entonces la
hija, volviéndose hacia su padre, le preguntó:
—¿Qué me
quieres decir con todo esto, papá?
—Verás hija:
cada uno de estos ingredientes se ha enfrentado a la misma adversidad, al agua
caliente; sin embargo, cada uno de ellos ha reaccionado de manera distinta. La zanahoria
ha ido al agua dura y fuerte, pero después de unos minutos se ha puesto blanda
y débil. El huevo ha ido al agua con fragilidad; su líquido interior estaba
protegido por una débil cáscara pero, después de haber experimentado el agua
caliente, su interior se ha endurecido. Sin embargo, los granos de café han
sido distintos: después de estar en el agua caliente, los granos han
transformado el agua en café.
»Dime: ¿cuál
de ellos eres tú hija mía? ¿Eres la zanahoria que por fuera aparenta dureza y
fortaleza, pero que con el fuego de la prueba se ablanda y pierde su fortaleza
de carácter?
»¿O tal vez
eres el huevo, que al comienzo es suave en su interior, pero el fuego de un
fracaso, de una separación, una enfermedad, una muerte, lo endurece y, aunque
por fuera parezca el mismo, por dentro se has endurecido y ahora tiene un
corazón amargado?
»¿O eres
como los granos de café? No sé si sabes que, para que el grano de café suelte
todo su sabor, el agua tiene que calentarse a 100 grados centígrados; o sea, que
mientras más caliente, más sabor le da al agua, hasta transformarla en café, en
un delicioso y aromático café. Si tú eres como el grano de café y en esos
momentos dejas que Jesús entre a formar parte de tu prueba, de tu sufrimiento,
de tu adversidad, si te confías a Él, y te abandonas en su Amor, el amor de
Jesús te transformará en Él y tu sufrimiento se acabará transformando en una
ofrenda agradable al Padre, y acabarás haciendo de esa prueba, de esa
adversidad, una alabanza, un himno de acción de gracias al Señor, pues todo
cuanto Él permite que nos suceda es para nuestro bien, y desprenderás allí
donde estés ese delicioso aroma de Jesús.
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