—Pero, hombre, ¿qué estás haciendo con semejante cruz encima? No tiene
sentido. ¿Por qué no le cortas un poco los extremos, y así la carga se te hará
más liviana?
El hombre,
luego de pensarlo por un breve momento, creyó que ésa era una buena idea para
evitar tanto esfuerzo. Fue así que limó los extremos de la cruz y siguió
caminando.
A los pocos
metros, el señor de rojo se hizo presente otra vez.
—Pero, ¿no
oíste lo que te dije, amigo? No la has achicado casi nada. Córtale las puntas
un poco más. Estás arrastrando una cruz demasiado pesada pudiendo sacrificarte
menos para llevarla. ¡No seas tonto!
Y el hombre
esta vez cortó los extremos de la cruz. Sintiéndose ahora un poco más aliviado,
continuó su camino. Ya el tamaño de la cruz había disminuido notablemente y el
hombre podía cargarla con más comodidad.
Al poco
tiempo de avanzar, el señor de rojo volvió a cruzarse ante él y le insistió:
—Vamos...
Córtale los extremos todavía más. Mientras más chica sea la cruz, menos va a
costarte llevarla.
Entonces el
hombre se detuvo y volvió a cortarle los extremos, hasta que pudo cargarla con
una sola mano.
Siguió
caminando y, a medida que avanzaba, pudo divisar una gran luz blanca al final
del camino. Cuando llegó a este punto vio que Dios le estaba aguardando.
—Bienvenido,
hijo mío, al umbral de la Gran Puerta del Paraíso.
—Pero,
Dios... ¿Dónde está la puerta, que no la veo?
Y el Señor,
con su dedo índice apuntando hacia arriba, señaló una puerta en lo alto y le
dijo:
—Es aquella
que está allá en las alturas. ¿La ves ahora? Bueno, para entrar sólo debes abrirla.
Evidentemente,
abrir la puerta no era el inconveniente, pero sí lo era alcanzarla.
—Pero,
Señor, ¿cómo hago para subir tan alto?
—Para eso
tienes la cruz. Debes apoyarla sobre esta pared y así podrás escalar hasta la
puerta. Esta cruz que has estado cargando durante toda tu vida tiene la medida
exacta para que llegues a la Puerta del Cielo. De otra forma es imposible.
—Pero,
Señor, ... Es que mi cruz ya no tiene ese tamaño. Yo le hice caso a un señor de
traje rojo que durante todo mi camino estuvo acechándome, tratando de
convencerme para que yo mismo me facilitara las cosas. Y me convenció, así que
hice mi carga más liviana por consejo de él.
—Ay, hijo
mío... Te has dejado tentar y mira ahora lo que te ha pasado. ¿Te das cuenta
que al final de todo las malas influencias terminan perjudicándote?
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