Por su vestimenta se veía que era una mujer muy
humilde y sencilla, además había enviudado hace unos pocos años atrás,
pero allí estaba en el templo, frente a la cesta de las ofrendas, donde
otros, con esplendidos vestidos de telas muy finas y enormes añillos de
oro, momentos antes, habían echado grandes cantidades de dinero, con
cierta ostentación y orgullo.
Pero ella con
una dulce sonrisa en sus labios echó lo único que le quedaba, dos
monedas de muy bajo valor que eran todo su sustento.
Este
relato que encontramos en el evangelio según Marcos, en el capítulo 12,
es conocido por todos, seguro que lo hemos leído una y otra vez.
Cuántas veces hemos sentido que nos parecemos más a los que ofrendaron
con ostentación, que a la humilde viuda.
Generalmente
nos sentimos satisfechos con cumplir en ofrendar para la obra de Dios
con algo del dinero que el Señor nos ha dado, pero olvidamos que nuestro
Padre celestial desea que le entreguemos también nuestra vida y nuestro
tiempo, pero no con tristeza, ni por necesidad, sino con corazón
alegre, como dice el apóstol Pablo en su epístola a los Corintios.
Que
nuestro corazón esté siempre dispuesto para servir al Señor con gozo y
alegría, no importando las circunstancias por las que en algún momento
tuviésemos que pasar, con los talentos y dones que el mismo nos ha dado a
cada uno en particular, conforme a su voluntad y por su infinita
misericordia; para bendición nuestra y de su iglesia, y para que el
nombre de nuestro Padre celestial sea honrado y glorificado.
Dios recompensa a quien ofrenda su vida a Él, con amor y corazón alegre.
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