Había una vez un maravilloso jardín, situado en el centro de un campo. El dueño acostumbraba pasear por él al sol de mediodía. Un esbelto bambú era el más bello y estimado de todos los árboles de su jardín. Este bambú crecía y se hacía cada vez más hermoso. Él sabía que su Señor lo amaba y que él era su alegría.
Un día, su dueño, pensativo, se aproximó a él y, con sentimiento de profunda veneración, el bambú inclinó su imponente cabeza. El Señor le dijo:
«Querido bambú, Yo necesito de ti».
El bambú respondió:
«Señor, estoy dispuesto; haz de mí lo que quieras».
El bambú estaba feliz. Parecía haber llegado la gran hora de su vida: su dueño necesitaba de él,  y podría servirle. Con su voz grave, el Señor le dijo:
«Bambú, sólo podré usarte podándote».
«¿Podar? ¿Podarme a mí, Señor?... ¡Por favor, no hagas eso! Deja mi bella figura: tú ves cómo todos me admiran». 
«Mi amado bambú» ―la voz del Señor se volvió mas grave todavía―, «no importa que te admiren o no te admiren... si yo no te podara, no podría usarte».
En el jardín, todo quedó en silencio, y hasta el viento contuvo la respiración. Finalmente, el bello bambú se inclinó y susurró:
«Señor, si no me puedes usar sin podar, entonces haz conmigo lo que quieras».
«Mi querido bambú, también debo cortar tus hojas...»
 El sol se escondió detrás de las nubes... unas mariposas volaron asustadas... El bambú, temblando y a media voz dijo:
«Señor, córtalas...»
«Todavía no es suficiente, mi querido bambú» ―dijo el Señor nuevamente―: «debo además cortarte por el medio y sacarte el corazón. Si no hago esto, no podré usarte».
«Por favor, Señor» ―dijo el bambú― «Si haces eso... ¿Cómo podré vivir sin corazón?»
«Debo sacarte el corazón; de lo contrario, no podré usarte» ―insistió el dueño.
Hubo un profundo silencio... algunos sollozos y lágrimas cayeron. Después, el bambú se inclinó hasta el suelo y dijo:
«Señor:  poda, corta, parte, divide, saca mi corazón... tómame por entero».
El Señor deshojó, el Señor arrancó, el Señor partió, el Señor sacó el corazón.
Después, llevó al bambú y lo puso en medio de un árido campo y cerca de una fuente donde brotaba agua fresca. Ahí el Señor acostó cuidadosamente en el suelo a su querido bambú; ató una de las extremidades de su tallo a la fuente y la otra la orientó hacia el campo. La fuente cantó dando la bienvenida al bambú. Las aguas cristalinas se precipitaron alegres a través del cuerpo despedazado del bambú... corrieron sobre los campos resecos que tanto habían suplicado por ellas. Ahí se sembró trigo, maíz y soja, y se cultivó una huerta. Los días pasaron y los sembrados brotaron, crecieron y todo se volvió verde... y vino el tiempo de la cosecha. Así, el tan maravilloso bambú de antes, en su despojo, en su aniquilamiento y en su humildad, se transformó en una gran bendición para toda aquella región.
Cuando él era grande y bello, crecía solamente para sí y se alegraba con su propia imagen y belleza. En su despojo, en su aniquilamiento, en su entrega, se volvió un canal del cual el Señor se sirvió  para hacer fecundas sus tierras. Y muchos, muchos hombres y mujeres encontraron la vida y vivieron de este tallo de bambú podado, cortado, arrancado y partido.
 

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